No me gustan "las venganzas", o
al menos eso pensaba hasta hace unos días. Creo que saber perdonar nos hace
mejores y más humanos. Sin embargo, a veces pasan
cosas...
Tengo una paciente a la que sigo en la
consulta desde hace unos ocho años. Me la enviaron los de la Unidad del
Dolor para que le ajustase la tensión, la diabetes, el colesterol, el
tratamiento de la arritmia... Es una de esas enfermas “pluripatológicas”. Es una persona que siempre está de buen humor y que, a pesar de sus muchas limitaciones físicas, sabe verle el lado positivo a todo. Un día me contó que
su marido era un maltratador, tanto con ella como con sus hijos. Como otras
muchas mujeres de su generación, tenía
unos hijos que criar y él era el que traía
el dinero a casa, así que no le quedó otra
que aguantar. Durante años sufrieron maltrato físico
y, por supuesto, psicológico. Sin embargo, un día él
se fue de casa con otra. Lo recordaba como el día más
feliz de su vida. Durante muchos años no supo nada de él.
Hasta que hace un mes recibió una
llamada del hospital preguntándole si ella era la esposa de don fulano,
que estaba ingresado y a punto de morir. Su interlocutor se quedó callado
-probablemente por la sorpresa- cuando la oyó exclamar:
-
¡Alabado sea Dios!
-
Le llamamos por si quiere usted venir a
verlo.
-
¡De ninguna de las maneras!-contestó indignada.
Pocos
días
después, mientras desayunaba, se presentó en
su casa un hombre de mediana edad con un traje azul marino y una corbata oscura
que se identificó como trabajador de la funeraria. Quería
saber si ella se haría cargo de los restos del difunto.
-
¿Hay que pagarle el entierro?- preguntó, dispuesta a
mandar a paseo a aquel pobre hombre.
-
No señora, está todo pagado, pero alguien de la
familia tiene que escoger el ataúd, las flores, organizar el funeral...
-
¡Ah, bueno! Si es así, de acuerdo.
No
tenía ninguna gana de verlo, ni aunque fuese muerto, pero sabía que no tenía
otra familia que pudiese hacerse cargo de los trámites, incluidos sus hijos. Así que
se subió al autobús
que iba al tanatorio ataviada con el vestido más floreado y menos apropiado
para una viuda que tenía en su armario, dispuesta a terminar con
aquello lo antes posible. La recibió una chica muy maja que le dijo que
"la acompañaba en el sentimiento", y que la llevó a
una salita donde hablarían para concretar los preparativos.
Empezaron por el ataúd. Le explicó el
tipo de madera, de acabado, el material de la cruz, el color, los precios... Mi
paciente le cortó enseguida:
-
Quiero el más barato- le dijo.
-
Muy bien, señora. Con respecto a las coronas, su
póliza le cubría tres y puede
poner en una "Recuerdo de tus hijos", en otra...
-
No quiero que tenga flores. No se las
merece.
-
Como usted quiera- contestó asombrada la
pobre chica-. Y, ¿qué horarios quiere de apertura de la sala?
-
Ninguno. Quiero que la sala esté cerrada.
En aquel momento se acordó de que a él le horrorizaba la incineración y la gente
que tiraba las cenizas de los muertos al mar o por algún monte. Y supo
inmediatamente qué iba a hacer, aunque tuviese que pagarlo de su bolsillo.
-
La póliza de mi marido, ¿cubre la
incineración?- preguntó suavemente, como si aquella fuese la última voluntad del
difunto.
-
Por supuesto. ¿Desea usted
incinerarlo?
-
Pues sí; es lo que más deseo.
-
¿Cómo le gustaría que fuese la urna? ¿De cerámica,
de...?
-
La más barata- apostilló enseguida.
Observó cómo lo metían en el horno crematorio, para asegurarse de que realmente lo incineraban.
Mientras, iba pensando donde esparciría las cenizas. Lo que menos le gustaba era
el mar, así que allí lo llevaría.
-
Puede usted venir a buscarlo mañana a las diez-
le dijeron.
Allí estaba, a las nueve y media, con una mochila en los hombros, impaciente por
darle el "descanso eterno". Guardó la urna en la mochila, se fue hasta
la parada del bus que va hasta un pueblo costero donde el mar es especialmente
agitado, y en una zona de rocas echó las cenizas. Se aseguró de que las olas
las arrastrasen mar adentro y le dedicó unas últimas palabras y cariñosas palabras: “¡Jódete!”.
Luego, arrojó la
urna en el primer contenedor que encontró, y cogió el
autobús de vuelta a casa. No podía
perder el tiempo, que a las dos en punto llegaban sus hijos para comer.
Mientras el autobús recorría
aquella zona de playas, se había hecho un firme propósito:
no volvería a tomar pescado hasta que pasasen por lo
menos seis meses. Cuando llegó a casa, su cuñado le estaba esperando.
Quería saber si le interesaban unos rapantes que había comprado a muy buen precio
esa mañana en la lonja. Los hizo fritos, sabiendo que serían
los últimos que disfrutaría
en una temporada.