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miércoles, 10 de junio de 2015

HACERSE EL VALIENTE


 
             Muchas personas se ponen más o menos nerviosas cuando tienen que visitar al médico. Da igual que sea por una banalidad o por algo más serio. Puede ser por el ambiente que se respira en las salas de espera de los consultorios, la aglomeración de gente en urgencias, la bata blanca, el pijama verde o azul, el miedo a lo desconocido, a tener algo malo… La lista de motivos puede no tener fin. La mayoría de las personas racionalizan esa aversión y, en aras de mantener o recuperar su salud, acuden a sus citas puntualmente, aunque sea con el miedo en sus ojos, las palmas de las manos sudadas o arrasando los pies. Pasan el mal trago y se van felices cuando les dices que sus análisis están perfectos o que sus pruebas han salido impecables. Unos pocos, pasan de ir al médico aunque se hayan puesto verdes y les hayan salido un par de cuernos. Uno ve sus análisis y realmente son incompatibles con la vida, pero ellos siempre te dirán que están estupendamente. Nunca se han encontrado mejor.

Pero, ¿qué pasa cuando TIENES que ir al médico? Es decir, cuando no hay manera de dejarlo correr, de mirar hacia otro lado, de poner buena cara y disimular. No hay otra opción. Eso es lo que le ocurrió a un paciente que acudió a urgencias con una mano destrozada, de las que hay que llamar a los cirujanos expertos en mano para que se pasen más de doce horas en quirófano haciendo microsuturas y técnicas complejísimas e hiperlaboriosas. Solo había un problema: el paciente llegó borracho. Con la melopea que traía, no se podía operar inmediatamente y, por tanto, algunos de los injertos no se podrían realizar. El médico de urgencias se creyó en la obligación de darle algún consejo útil.

-          Verá usted… Si gusta el alcohol y bebe  tanto, cuando esté así es mejor que no use la máquina esa con la que se ha cortado. Ya sabrá usted que el alcohol disminuye los reflejos, y uno está más distraído, y pueden ocurrir accidentes con mayor facilidad…

-          Claro, claro, doctor- le contestaba exhalando un olor intenso a alcohol.

-          Fíjese, al estar bebido, ¡qué accidente ha tenido! Y encima no le pueden anestesiar hasta que pasen seis horas…

-          Bueno, realmente no estaba borracho cuando tuve el accidente, sino después- decía, arrastrando las palabras.

-          ¿Después?

-          Si, después. Yo no bebo nunca, pero tuve que hacerlo “por la cosa del valor”.

-          ¿Qué “cosa del valor”?
 

-          Pues el “valor” de venir al hospital. Es que le tengo pánico a los hospitales y a los médicos, y claro, me tuve que tomar media botella de aguardiente. Fue la única manera de que me atreviese a venir.

 

Realmente, ¡hay que echarle valor!

 

 

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