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domingo, 21 de febrero de 2016

VENGANZA GALLEGA



    No me gustan "las venganzas", o al menos eso pensaba hasta hace unos días. Creo que saber perdonar nos hace mejores y más humanos. Sin embargo, a veces pasan cosas...

     Tengo una paciente a la que sigo en la consulta desde hace unos ocho años. Me la enviaron los de la Unidad del Dolor para que le ajustase la tensión, la diabetes, el colesterol, el tratamiento de la arritmia... Es una de esas enfermas “pluripatológicas”. Es una persona que siempre está de buen humor y que, a pesar de sus muchas limitaciones físicas, sabe verle el lado positivo a todo. Un día me contó que su marido era un maltratador, tanto con ella como con sus hijos. Como otras muchas mujeres de su generación, tenía unos hijos que criar y él era el que traía el dinero a casa, así que no le quedó otra que aguantar. Durante años sufrieron maltrato físico y, por supuesto, psicológico. Sin embargo, un día él se fue de casa con otra. Lo recordaba como el día más feliz de su vida. Durante muchos años no supo nada de él. Hasta que hace un mes recibió una llamada del hospital preguntándole si ella era la esposa de don fulano, que estaba ingresado y a punto de morir. Su interlocutor se quedó callado -probablemente por la sorpresa- cuando la oyó exclamar:


-          ¡Alabado sea Dios!

-          Le llamamos por si quiere usted venir a verlo.

-          ¡De ninguna de las maneras!-contestó indignada.



    Pocos días después, mientras desayunaba, se presentó en su casa un hombre de mediana edad con un traje azul marino y una corbata oscura que se identificó como trabajador de la funeraria. Quería saber si ella se haría cargo de los restos del difunto.

-          ¿Hay que pagarle el entierro?- preguntó, dispuesta a mandar a paseo a aquel pobre hombre.

-          No señora, está todo pagado, pero alguien de la familia tiene que escoger el ataúd, las flores, organizar el funeral...

-          ¡Ah, bueno! Si es así, de acuerdo.



   No tenía ninguna gana de verlo, ni aunque fuese muerto, pero sabía que no tenía otra familia que pudiese hacerse cargo de los trámites, incluidos sus hijos. Así que se subió al autobús que iba al tanatorio ataviada con el vestido más floreado y menos apropiado para una viuda que tenía en su armario, dispuesta a terminar con aquello lo antes posible. La recibió una chica muy maja que le dijo que "la acompañaba en el sentimiento", y que la llevó a una salita donde hablarían para concretar los preparativos. Empezaron por el ataúd. Le explicó el tipo de madera, de acabado, el material de la cruz, el color, los precios... Mi paciente le cortó  enseguida:


-          Quiero el más barato- le dijo.

-          Muy bien, señora. Con respecto a las coronas, su póliza le cubría tres y puede poner en una "Recuerdo de tus hijos", en otra...

-          No quiero que tenga flores. No se las merece.

-          Como usted quiera- contestó asombrada la pobre chica-. Y, ¿qué horarios quiere de apertura de la sala?

-          Ninguno. Quiero que la sala esté cerrada.



    En aquel momento se acordó de que a él le horrorizaba la incineración y la gente que tiraba las cenizas de los muertos al mar o por algún monte. Y supo inmediatamente qué iba a hacer, aunque tuviese que pagarlo de su bolsillo.


-          La  póliza de mi marido, ¿cubre la incineración?- preguntó suavemente, como si aquella fuese la última voluntad del difunto.

-          Por supuesto. ¿Desea usted incinerarlo?

-          Pues sí; es lo que más deseo.

-          ¿Cómo le gustaría que fuese la urna? ¿De cerámica,  de...?

-          La más barata- apostilló enseguida.



   Observó cómo  lo metían en el horno crematorio, para asegurarse de que realmente lo incineraban. Mientras, iba pensando donde esparciría las cenizas. Lo que menos le gustaba era el mar, así que allí  lo llevaría.

-          Puede usted venir a buscarlo mañana a las diez- le dijeron.



    Allí estaba, a las nueve y media, con una mochila en los hombros, impaciente por darle el "descanso eterno". Guardó la urna en la mochila, se fue hasta la parada del bus que va hasta un pueblo costero donde el mar es especialmente agitado, y en una zona de rocas echó las cenizas. Se aseguró de que las olas las arrastrasen mar adentro y le dedicó unas últimas palabras y cariñosas palabras:¡Jódete!”.
 Luego, arrojó la urna en el primer contenedor que encontró, y cogió el autobús de vuelta a casa. No podía perder el tiempo, que a las dos en punto llegaban sus hijos para comer. Mientras el autobús recorría aquella zona de playas, se había hecho un firme propósito: no volvería a tomar pescado hasta que pasasen por lo menos seis meses. Cuando llegó a casa, su cuñado le estaba esperando. Quería saber si le interesaban unos rapantes que había comprado a muy buen precio esa mañana en la lonja. Los hizo fritos, sabiendo que serían los últimos que disfrutaría en una temporada.

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