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lunes, 4 de agosto de 2014

BIBERONES TERAPÉUTICOS

            Muchos de nosotros recordamos con nostalgia los años ochenta, no solo por la música, sino también porque la vida era mucho más sencilla. No éramos tan dependientes de la tecnología, ni teníamos tanta prisa por llegar a ninguna parte. Si teníamos que esperar a alguien, lo hacíamos tranquilamente, sin enviarle miles de wassaps preguntándole dónde está y cuando llega, y sin tener la sensación de que perdíamos el tiempo.
 
            Esta semana, un conocido mío que trabajó durante esos años como conductor de ambulancias, me contó una de las muchas anécdotas que le ocurrieron. Por aquel entonces, solo un hospital de la ciudad disponía de escáner y, por las tardes, él se dedicaba a trasladar enfermos de otros hospitales para realizarles esa prueba. Los llevaba, aparcaba la ambulancia en la puerta, y los esperaba tranquilamente para llevarlos de vuelta. Un día, mientras estaba esperando, ve aparecer doblando una esquina a un paciente que impulsaba cuidadosamente su silla de ruedas. Estaba ingresado en cirugía vascular y le habían amputado las dos piernas por un problema circulatorio relacionado con el tabaco. Se le acercó, miró a derecha e izquierda para asegurarse de que nadie le oía y le dijo:
 
- ¿Me puedes hacer un favor?
- Si, claro- le contestó con curiosidad. ¿Cómo podría negarle algo a alguien que va en silla de ruedas?
- Mira- le dijo casi susurrando-, te voy a dar cuarenta duros (doscientas pesetas) y vas a aquel bar que hay en la esquina y le pides "un biberón" al camarero que está en la barra. Él ya sabe lo que es.
 
             El ambulanciero bajó la pequeña cuesta que lo separaba del bar pensando que a este enfermo no le debía de gustar la leche del hospital y que seguramente la del bar sería más sabrosa y, probablemente, más nutritiva. Por otro lado, con cuarenta duros se podían comprar muchos litros de leche, era otra época. Quizás eran varios los enfermos a los que no les gustaba y ponían dinero entre todos, pensó. Llegó al bar, se acercó a la barra y le dijo al camarero que un paciente del hospital le había dicho que le diese "un biberón".
 
- Ahora mismo- le contestó sin inmutarse-. ¿De cuánto se lo pongo?
- De cuarenta duros- contestó titubeante.
   
         El camarero se inclinó y cogió una botella de cristal sin etiquetas que tenía debajo de la barra, desenroscó la tapa, cogió una botella de whisky y empezó a rellenar "el biberón". Una vez que había medio litro más o menos, se lo dio y le cobró el dinero.
    
        Desde entonces, fue  a buscar muchos "biberones" que, según el precio, podían ser de whisky o de vino tinto; nunca de leche.  Siempre tuvo una cierta inquietud por si esos "biberones" empeorarían la enfermedad. Cuando le comenté que lo peor para estas patologías era el tabaco y que el alcohol podría ser incluso beneficioso porque ayudaba a limpiar las arterias, se quedó mucho más tranquilo. En realidad, ese "tráfico de biberones" había sido una auténtica obra de misericordia.
       
       

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