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domingo, 23 de diciembre de 2012

LAVAR Y PLANCHAR

Soy una gran defensora de los remedios caseros porque forman parte de una tradición, a veces centenaria, de sabiduría popular transmitida por generaciones. Las abuelas a las hijas, éstas a las nietas y así sucesivamente. Casi todo este conocimiento proviene de la fórmula ensayo-error, de cuando ir al médico no era ni siquiera un lujo porque el más cercano estaba a cientos de kilómetros. Hoy en día tenemos médico de familia, centro de salud, PAC de urgencias, hospital, teléfono de urgencias... pero siempre hay quien prefiere la “consulta de barrio”.
Este es el caso de María, a la que el picor de ojos no le dejaba ni dormir. Llevaba varios días rasca que rasca y nada. Decidió consultar con su vecina. Desde hacía años tenían esa costumbre. Cuando una estaba enferma, consultaba con la otra y viceversa. Si el remedio no funcionaba, entonces iban al médico. Así que la vecina le dijo que lo mejor era lavarse los ojos con suero estéril. Como es muy raro que alguien tenga suero estéril en casa y la farmacia le quedaba a desmano, decidió fabricarlo con una receta casera inventada por ella. ¿Cómo se puede hacer suero estéril? Supuso que estéril significaba "sin gérmenes", bien limpio. Luego lo mejor sería echar unas cucharadas de detergente Colón en un vaso de agua, remover, mezclar bien y después lavarse los ojos. No sólo no se le pasó el picor, sino que llegó a urgencias con los ojos rojos, ulcerados y medio ciega.
Otro caso de víctima de remedio casero fue el de un paciente que empezó a quejarse a su mujer de que le dolía la espalda. Ésta, no le hizo mucho caso, pero ante la insistencia, le aplicó todo lo que la sabiduría popular aconseja en estos casos: friegas con aguardiente, cataplasmas de hierbas varias, una faja que le prestó una vecina que su marido había padecido de lo “mismito”, incluso le dió algún antiinflamatorio. Cualquier cosa antes que llevarlo al médico (a donde podía haber ido él solito, por otra parte). Sin embargo, otra vecina que entendía mucho más, le dijo que a ella lo que mejor le había funcionado era aplicar calor allí donde estaba el dolor. Así que, en un exceso de celo, decidió que la clásica bolsa de agua caliente no era suficiente. Ella estaba decidida a que su marido se curase lo antes posible, ya que estaba harta de sus quejas. Enchufó la plancha, la puso a máxima potencia, le mandó quitarse la camisa y se la puso en la espalda. Cuando el pobre hombre dio el primer grito de dolor, le dijo que se callase, que era un quejica y que aquello era para ponerse bien. Pero el pobre hombre no podía más y de un manotazo apartó la plancha. La quemadura con la que vino a urgencias tenía la forma de la plancha, con sus agujeritos del vapor y todo. ¡Una preciosidad!  

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