La ciudad donde vivo
tiene un puerto importante en el que atracan grandes cruceros, de esos que son
auténticas ciudades flotantes con más de cinco mil pasajeros a bordo. Esos
barcos están llenos de octogenarios y nonagenarias a los que no se les pone nada
por delante y que suben llenos de ilusión a surcar los mares. Los más
habituales son ingleses, ellas con sus faldas y blusas de diferente estampado
(of course) y ellos con sus chaquetas de tweed. Ambos con los pies calzados con
unas sandalias tirando a rústicas y sus inconfundibles calcetines. Siempre
pienso que son los supervivientes del desembarco de Normandía y que si hubiese
una tercera guerra mundial, también nos sobrevivirían a todos. Embarcan con sus
maletas llenas de moda Britihs vintage y su lista interminable de achaques,
medicamentos, andadores, sillas de ruedas y, algunos incluso, con sus turnos de
diálisis bien establecidos. Existen unos verdaderos hospitales a bordo y un
personal médico y de enfermería altamente competente, lo cual es muy necesario
dado el tipo de pasaje que llevan. En cada puerto al que van deben desembarcar
a alguno de estos pasajeros para ir al hospital, bien porque tienen un achaque
nuevo o porque se le reagudiza uno de los que ya presentaban. Las consignatarias de los buques se encargan de facilitar el traslado al hospital y
en nuestro caso casi siempre venían acompañados de la misma persona. Se trataba
de un hombre de mediana edad que hablaba inglés con bastante fluidez y que en
muchos casos servía incluso de traductor. Se interesaba por cada paciente y
venía casi todos los días, por lo que yo siempre le daba información médica
acerca de lo que padecía el paciente y cuantos días calculaba que tardaría en
ponerse bien. Pensaba que trabajaba en la consignataria como una especie de
intermediario y que era a quien yo debía informar. Si yo le hablaba de
insuficiencia cardíaca él parecía que era un experto y estaba de acuerdo en el
tratamiento y en los días que debería durar el ingreso. Si le contaba que el
paciente tenía una neumonía, por supuesto le parecía correcto el antibiótico y
que podían presentarse complicaciones imprevistas. Cuando mi inglés se atascaba
al explicarle al paciente su enfermedad, él le daba una charla de media hora de
cual era su diagnóstico, que tratamiento le estábamos poniendo y no sé cuantas
cosas más. Pasó el tiempo y yo creía que aunque no fuese médico, sería
enfermero o algo parecido y que la consignataria había tenido mucha suerte de
contratarlo. Así que cada vez le explicaba más y más cosas de enfermedades
comunes y de otras mucho más raras que escuchaba con mucha atención, e incluso
hacía comentarios bastante acertados para no ser médico. Pasaron así unos
cuatro años hasta que un día en que tenía ingresada una paciente inglesa y la
iba a dar de alta, le digo a la supervisora de la planta:
-
Hay que llamar a “fulano” para arreglar
lo del alta de esta señora.
-
¿”Fulano”? ¿El taxista? ¿No sería mejor
llamar a la consignataria?
-
¿Cómo que taxista? ¿No trabaja para la
consignataria?
-
Bueno, si. Es uno de los taxistas que
tienen contratados para transportar a los pasajeros.
¿Taxista? Casi me caigo
del susto. Llevaba cuatro años dándole todo tipo de explicaciones médicas de
enfermedades, diagnósticos, tratamientos y pronóstico. Y lo que es peor, daba
su opinión sobre estos temas y es bastante acertada. Tuve que sentarme y
tomarme una tila, mientras la supervisora y las enfermeras se reían de mí.
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