Le pregunté su edad y me contestó con una gran sonrisa que sabía que había pasado los ochenta, pero no recordaba si hacía mucho o poco tiempo. Por su tupida barba blanca, la longitud del pelo hasta los hombros y los surcos profundos de su frente, habría asegurado que se trataba de un viejo lobo de mar, separado en contra de su voluntad de mareas y tempestades. Le imaginé pescando en el Gran Sol, en las costas de Terranova o en el inverno Austral, fumando un cigarrillo tras otro, impregnado en frío, salitre y alcohol, conocedor de todas las clases de peces, de cómo guiarlos hacia las redes y robárselos al mar. Me contó que, efectivamente, había sido marinero, pero de bajura. Día tras día, madrugada tras madrugada, mientras todos dormían bajo el calor de las mantas, él se levantaba, encendía el primer cigarrillo para "calentar el bigote"-según sus propias palabras-, se dirigía al puerto, subía a su pequeña barca y se adentraba en la oscuridad del mar para sacar adelante a su familia. Le hubiese gustado conocer mundo -me contó-, pero nunca pudo salir de la ciudad, primero porque había que trabajar y después por la enfermedad de su esposa.
- Tendrían que hacer un puente desde aquí hasta Buenos Aires- sugirió optimista-. En realidad, ahora que están con los viajes a Marte, si quieren un voluntario, yo me ofrezco. Total, soy viejo, y no me importa morirme- me decía riéndose.
Como ya estábamos en confianza, me atreví a sugerirle que podíamos avisar a la peluquera para que le arreglase la "melena". Se negó categóricamente. Solo se cortaba el pelo en la primera luna menguante de los meses de diciembre y de junio, y, por lo tanto, no tocaba. ¿Cómo llevarle la contraria?