El pueblo donde vive nuestro “hombre
tranquilo” tiene cierto parecido con Innisfree, aquel idílico lugar de Irlanda a
donde Sean Thornton regresó para acabar sus días como un buen irlandés. En él,
al igual que en Innisfree, las tabernas están nutridas con lo mejor de cada
casa, los habitantes son sui géneris, y el ambiente resulta de lo más
pintoresco. Ahí se acaban las similitudes porque, pese a lo agradable que pueda
resultar a priori, en ese lugar ocurren los sucesos más extraños.
Nuestro protagonista llevaba una vida
muy apacible, compartiendo la casa familiar con un primo por parte de madre de
su misma edad, soltero como él. El contacto que tenían estos dos mozos
casaderos con sus vecinos se producía a diario en las diferentes tabernas de la
zona. Fuera de ahí, cada uno en su casa y Dios en la de todos. Los dos constituían
la quintaesencia del arquetipo de “los hombres tranquilos”. Es decir,
individuos que no se inmutan ante nada,
y que solucionan sus problemas de la forma más práctica posible. Eso si, sin
estrés, que es muy malo para el corazón. La tarde de autos salió de casa a las
cinco, supongo que para realizar su ronda diaria de contacto vecinal, pero esto
último no he podido confirmarlo. Sin saber cómo ni porqué, cayó al suelo, con
tan mala suerte que fue incapaz de levantarse por si mismo. No es muy mayor,
acaba de cumplir los sesenta y cinco, pero se ve que los kilos de más que
tiene, sumados a la fuerza de la gravedad, le impidieron alzarse sobre sus
piernas. Allí estuvo, según me relató, esperando a que llegase su primo. No llamó
por el teléfono móvil a nadie, ni dio voces por si le oía algún vecino. Nada de
nada. El “hombre tranquilo” se acomodó sobre el duro suelo y esperó plácidamente
a que llegase su familiar. A las dos de la madrugada regresó el que, en
principio, debería ser su salvador. Forcejearon los dos contra los kilos y la
fuerza de la gravedad, sin resultado. El primo, que como hemos dicho antes,
también pertenece a la estirpe de “los hombres tranquilos”, tampoco pensó en llamar
a emergencias, ni a Protección Civil, ni a los bomberos, ni a nadie. La
solución para él fue cubrirle con una mantita para que no pasase frío, darle la
pastilla de la tensión y dejarlo a la intemperie toda la noche. Él se fue a la cama
que venía muy cansado y, como decía Escarlata O’Hara, “ya lo pensaré mañana”.
Los dos durmieron muy bien, según me informó el de la mantita:
-
Estaba
una noche muy buena, doctora, y no pasé ni frío ni calor. Dormí de un tirón.
Desperté por la mañana a las nueve muy, muy descansado- insistía una y otra
vez.
Todavía tuvo que esperar una hora más
a que su primo se despertase y fuese a llamar a otro primo para ver si lo
levantaban entre los dos. Una vez comprobado que no eran capaces, por fin,
avisaron a una ambulancia cuyo personal trasladó al hospital al paciente unas
veinte horas después de haberse caído.
No sé qué pensaría John Ford de estos
dos personajes ni de sus aventuras. De lo que estoy segura es que, si los
conociese, les daría algún papel en alguna de sus películas más emblemáticas,
preferentemente en “El hombre tranquilo”.