-
Supe que era una mujer especial desde que
ingresó a los noventa y dos años con un
infarto de miocardio masivo y sobrevivió contra todo pronóstico. “No tengo
ningunas ganas de morirme”, me decía. “Así que ese dolor que tuve en el pecho
fue del corazón. ¡Quién lo hubiera sospechado!”, comentaba sorprendida. Durante
varios días se debatió entre la vida y la muerte, todo ello aderezado con un
cuadro de confusión que le hacía ver toda clase de bichos paseándose por las
paredes. Sus hijas le explicaban una y otra vez que se encontraba en el
hospital y ella les respondía que la estaban engañando, que no entendía por qué
la habían llevado al zoológico. Finalmente, la fase aguda pasó y a la hora del
alta, decidieron que lo mejor es que fuese a vivir a una residencia de ancianos
donde estaría mejor atendida. Con el susto aún en el cuerpo aceptó dócilmente lo
que su familia le propuso, aunque ya se atisbaba una pizca de rebeldía cuando
antes de marcharse me comentó: “en cuanto esté mejor, me vuelvo para mi casa”. Esta
semana la he visto en la consulta de revisión tras el alta y, por supuesto, le pregunté
por su estancia en la residencia. “No está mal. Es bonita. Lo jardines están
bien, pero la comida es una mierda”. Sus hijas murmuraron un “por Dios, mamá”,
y ella continuó: “una auténtica mierda. Fíjate cómo será que esta semana tuve
que llamar a Telepizza. Y las arpías de recepción me la confiscaron”. Al
parecer, se cameló a uno de sus nietos para que le buscase el número de
teléfono. El pobre, jamás pensó que la abuela se atreviese a semejante
aventura. Para horror de sus hijas, que el acompañaban en la consulta, le
sugerí que la próxima vez llamase a Teletortilla. “Estupendo – comentó-. ¿No
tendrás por ahí el número, verdad?”
-
¡Mamá, por Dios!, fue lo último que les oí decir
mientras salín apresuradamente de la consulta.